Si uno quiere adentrarse en el mundo del vino sin más equipaje que la buena voluntad y las ganas de saber quizás se encuentre perdido entre aromas que no sabía ni que existían, personas que observan su color con la atención que pondría un geólogo ante un meteorito de Marte o profesionales que agitan la copa de vino mediante un grácil movimiento de muñeca que ríete tú del que realiza el mejor chef del mundo al batir unos huevos o del que lleva a cabo Rafa Nadal cuando se prepara para disputar un gran partido.
Con este panorama, extraído más de una película de David Lynch que de una situación habitual para el que no es catador profesional, todavía nos extraña cuando los jóvenes huyen despavoridos en busca de otras bebidas. Esas bebidas que pueden tomarse sin pensar «cómo coger la copa -no sea que hagamos el ridículo-» y sin la impresión de que, a cada sorbo, estamos en un examen en el que, en un despiste, nos preguntarán la denominación de origen. En serio, ¿todavía nos preguntamos por qué la juventud mira el vino con recelo? Pongamos las cosas fáciles. Es como querer aprender a leer con la poesía de Lorca o la prosa de William Faulkner.
Dejemos las parafernalias y filosofadas vinícolas para los catadores profesionales. El resto disfrutemos del vino. Sin más. Un atardecer en la playa, con los amigos, y ese rosado que ve cómo rompen las olas en la orilla y es testigo de esas conversaciones que duran hasta cuando el sol ya desapareció. Y ese tinto joven que compartimos cuando a Hugo, nuestro colega de infancia, le rompieron el corazón. O ese blanco que abrimos en la fiesta de Merche y cuyas fotos siguen colgadas en facebook ¿Y quién no recuerda aquel primer cava en el que tan solo nos mojamos los labios?
Y no solo esto. El vino nos acompaña en cualquier momento del día y de nuestra vida. Sí. Lo tomamos en el aperitivo, la comida o la cena pero también a media tarde. Es versátil. Y, además, el protagonista de nuestras primeras fiestas. Nos iniciamos con aquellas mezclas dulzonas en las que el vino se empareja con otras bebidas o refrescos. Y no es un sacrilegio, es evolución. Lo vamos despojando de ellos a medida que vamos ganando años. Y poco a poco, descubrimos un día como la tempranillo es una de las variedades más extendidas en nuestro país. Otro, al acercarnos la copa, percibimos un aroma que nos recuerda a algo, aunque al principio no sepamos identificar qué es. Un tercero, nos llama la atención la etiqueta y quizás hasta juguemos a ver quién percibe en el vino los aromas que se leen en ella. Otro nos damos cuenta de que existen más de 65 denominaciones de origen en España y buscamos qué significa y para qué sirven. Quizás, otro día algún amigo nos cuente que un vecino del pueblo de su padre elabora vino y que «por qué no hacemos ruta con la bici y ya de paso nos tomamos un vino» y una vez allí descubrimos el esfuerzo, el trabajo y la pasión por la tierra del viticultor pero también el esmero del enólogo que busca el vino perfecto. Y tras la visita nos damos cuenta de que detrás de cada vino, hay una historia y unas personas. Y ya no nos parece tan lejano.
Un vino también nos descubre rincones singulares. Sí. Nos enseña de donde procede. Así el albariño nos contará su vida en Galicia y lo bien que se lleva con pescados y mariscos; la verdejo nos hablará de Rueda y nos dirá que si puede elegir pareja también prefiere el mar o la pedro ximénez nos hablará de luz, sol… Andalucía y, además, nos contará que si su destino es el enlace gastromatrimonial le encantan los dulces para jugar a la armonía, o los quesos fuertes y el foie cuando hay que ponerle un poco de guitarreo al asunto. Es más, en el viaje de fin de carrera, cuando recorramos las calles de Italia y probemos el auténtico lambrusco nos daremos cuenta de que no tiene nada que ver con aquel espumoso rosado algo dulzón que tomábamos en la pizzería de al lado de casa. Aunque si nuestro destino es Alemania, probaremos un icewine de riesling o gewurztraminer, que además nos cuentan que se produce con uvas congeladas. Y nos sorprende. Aunque claro, si el objetivo es Francia: «¡un borgoña!» Y tras ese viaje de fin de carrera, viene el estío y aquellas tardes en las que buscamos ofertas en internet para escaparnos unos días. E igual se nos ocurre ir a las Canarias porque queremos sorprender a Marta o a Pablo y alquilamos un coche con nuestro carnet recién sacado. Y al recorrer la isla. ¡Curioso! Vemos viñas plantadas en agujeros, en una tierra oscura, casi negra. Tan distinta a lo que conocemos. Y preguntamos, por curiosidad. Y nos explican que es por el viento, para proteger la planta. Y destino a destino, experiencia a experiencia, evolucionamos, y aprendemos que el vino es para disfrutarlo, vivirlo, compartirlo. Sin galimatías, ni artificio, ni más atrezzo que unos buenos amigos, unas risas o una buena conversación. No hay más. Dejad que los jóvenes se acerquen a él. ¡Salud!
(Publicado en www.clubtorres.com /junio 2015)